Nos ocurre mucho con el tiempo
del que disponemos cada día, que se comporta como una prensa de
grandes planchas metálicas que avanza firme, apretando sin vacilar
las horas, los minutos y hasta los segundos.
Pero
en los tiempos del coronavirus no sucede así, el tiempo es un plano
monocorde e invariable, una llanura infinita con prados verdes
atravesados desigualmente por tímidos arroyos, moteados de árboles
robustos y solitarios, de manchas boscosas, y también una planicie con extensos y
secos desiertos, silenciosos de piedras y de arena fina que se desplaza a merced
del viento.
Pero
en ambos casos, el tiempo nunca juega a nuestro favor. Quizás porque
no nos ganamos su confianza, o quizás porque no le proporcionamos algo
que él valore, y eso que hasta le entregamos fielmente nuestra muerte.
Tal vez no le agrade, tal vez quiera mejor nuestra vida.
Pero lo malgastamos tanto, lo mal
usamos con tal indiferencia, que claro, es posible que su corazón
herido recubra su aspecto de un rudo imperturbable.
Lo
que parece evidente es que el tiempo no está preparado para cultivar
ni prisas ni hastíos.

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