Desde la última vez, en muchas ocasiones desde entonces, quería llegar aquí,
pararme...
tomar aire...
y entrar y bucear...
buscar y encontrar...
y pulir y enseñar.
Ya tenía en la cabeza la ruta y la manera de recorrerla, pero he aquí que con todo el equipo y los víveres preparados, el llanto de mi hijo antes de dormir ha mojado todos mis planes dejándolos irrealizables. Ha ocurrido que me ha empapado a mi también, y ahora esa humedad me ha calado, no tanto los huesos, sino el sentimiento y el corazón. Lo que comenzó siendo un fastidio ahora es mi causa. Una causa que habla de sensibilidad, pero sobre todo de fragilidad frente a situaciones donde un niño de siete años sufre la angustia al imaginar un momento pasado donde le cuesta recordar a sus padres, o un momento futuro donde no consigue verlos junto a él. Todos hemos sido niños, todos hemos despertado a la vida más cruda a golpes de realidad, y en muchas ocasiones esos golpes de realidad llegan en los sueños o con el ejercicio de la imaginación.
Tener un recuerdo es un seguro de vida, pero siempre no ha sido así.
Lo entiendo, porque soy su padre y de alguna manera yo viví lo mismo antes en mi niñez, pero contemplarlo ha sido suficiente para en primer lugar, que me arrollará, y luego para que decidiera alistarme a su fila, con la convicción de que sufrir con él le aliviaría y que mi presencia le tranquilizaría algo más.
Así que este inesperado cambio de planes, ha tenido en esta prolongación del momento, pequeño pero a la vez intenso momento, una posibilidad de "ofrenda de sacrificio" para que pueda comprender y acompañar todos los momentos de tribulación del alma de mis hijos, todos aquellos en los que deba de estar y en los demás que ellos me dejen.
Si no seré yo quien llore acongojadamente por siempre, preso de la pena y atado a la soledad.

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