La tierra, que cubre las
extensas planicies del lugar,
se
siente bien,
poderosa,
para
ella todo aquello que alcanza es el Mundo,
no
hay más.
Se
sabe infinita.
Morenita
y guapa.
La
vida es de rosa.
El
árbol, el señor tranquilo,
la
paciencia hecha materia, hecha vida,
el
que nunca discute,
pero
que como todos,
sufre,
de
ahí sus profundas arrugas
y
su decadente perfil.
Ambos
viven bien,
no
se pueden quejar.
Bueno
la tierra quizás algo más,
producto
de estar metida en todo,
gajes
del oficio.
Bueno,
ahora que lo pienso, quizás el árbol se pueda quejar un poco más,
al
fin y al cabo,
su
obligación es la de permanecer siempre ahí,
en
su lugar,
no
puede nunca irse,
esconderse
y
descansar,
aunque sea un poco.
La
tierra en cambio se puede retirar un rato,
introducirse
en si misma,
y
dormir tranquilamente.
¡nunca
han escuchado la tierra roncar!,
no se la pierdan, ¡vaya
espectáculo!.
Ambos
son independientes,
tienen
su autonomía personal,
pero
se necesitan,
no
se quieren, esa es la verdad,
pero
se necesitan.
Saben
que es necesario coexistir,
colaborar,
ayudarse para ayudarse.
Lo
entendieron desde el principio de todo,
y
nunca cambiaron su postura,
nunca dudaron,
en
eso no hay opciones posibles,
solo
un camino,
y
lo piensan seguir siempre.
Prefieren
llevar su poquita de carga
de sufrimiento en la mochila,
a
perderlo todo por la avaricia y el egocentrismo.
Una, la inerte que da la vida.
El
otro, el latido,
el
pulso por mantener el orden,
la
antítesis del caos,
de
la entropía que supone la muerte.
La
tierra y el árbol, el árbol y la tierra.
La naturaleza no es idílica,
pero no por ello deja de ser bella,
hermosa
y fundamental.

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